lunes, 7 de septiembre de 2020

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Retrato ilustrado por Pablo Lobato



" En el día del maestro
es justicia señalar
que también al gran Sarmiento
lo hemos de recordar ".

Poesía copiada del libro
 de lectura de 1er. grado 
"Piruetas", 1967.



 "El niño maestro",
autora Estela Herrera Clément.

En medio del caserío
de San Francisco del Monte
hay un niño sanjuanino
con su tío un sacerdote.
Lugares casi desiertos
albergan a gente pobre.

Sarmiento, maestro niño.
José de Oro, el sacerdote,
y una escuela que se funda
en San Francisco del Monte.

Bajo la sombra de olivos
y entre pájaros cantores
hay un maestro niño
entre alumnos que son hombres.


A Sarmiento.
 Autor Natalio A. Vadell.

Pobre y humilde, por su esfuerzo rudo
alzó tan alto el luchador su vuelo,
que fue gloria, blasón, bandera, escudo
bajo la curva de su patrio cielo.

Inspira un alto y sin igual respeto
su fe sincera y su saber profundo,
lo mismo cuando enseña el alfabeto
que cuando escribe su genial Facundo.

De pie, fuerte y viril, firme y constante
nunca pidió cuartel, paz, ni sosiego;
nada logra abatir a aquel gigante
pecho de bronce y corazón de fuego.

Si no hubiera más glorias en su vida,
brillará por su acción independiente:
que es Sarmiento una antorcha suspendida
sobre un siglo, una raza, un continente.


La maestra rural

La maestra era pura. «Los suaves hortelanos», decía,
«de este predio, que es predio de Jesús,
han de conservar puros los ojos y las manos,
guardar claros sus óleos, para dar clara luz».

La maestra era pobre. Su reino no es humano.
(Así en el doloroso sembrador de Israel.)
Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano
¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!

La maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida!
Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad.
Por sobre la sandalia rota y enrojecida,
tal sonrisa, la insigne flor de su santidad.

¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso,
largamente abrevaba sus tigres el dolor!
Los hierros que le abrieron el pecho generoso
¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!

¡Oh, labriego, cuyo hijo de su labio aprendía
el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor
del lucero cautivo que en sus carnes ardía:
pasaste sin besar su corazón en flor!

Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste
su nombre a un comentario brutal o baladí?
Cien veces la miraste, ninguna vez la viste
¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!

Pasó por él su fin, su delicada esteva,
abriendo surcos donde alojar perfección.
La albada de virtudes de que lento se nieva
es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?

Daba sombra por una selva su encina hendida
el día en que la muerte la convidó a partir.
Pensando en que su madre la esperaba dormida,
a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.

Y en su Dios se ha dormido, como un cojín de luna;
almohada de sus sienes, una constelación;
canta el Padre para ella sus canciones de cuna
¡y la paz llueve largo sobre su corazón!

Como un henchido vaso, traía el alma hecha
para volcar aljófares sobre la humanidad;
y era su vida humana la dilatada brecha
que suele abrirse el Padre para echar claridad.

Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta
púrpura de rosales de violento llamear.
¡Y el cuidador de tumbas, como aroma, me cuenta, las
plantas del que huella sus huesos, al pasar!”

Gabriela Mistral, poetisa, diplomática y pedagoga chilena. 


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